Las tragedias sociales muchas veces dejan enseñanzas sobre cuestiones permanentes de política pública, que van más allá de la emergencia.

En medio de la pandemia varios episodios pusieron la mira de los medios argentinos en los adultos mayores. Mostraron y criticaron las aglomeraciones de jubilados frente a los bancos en plena cuarentena. Unos días después, la imposición de permisos para salir de sus casas, a los mayores de 70 años, en la ciudad de Buenos Aires. Salpicados, más de un caso de infecciones masivas en residencias geriátricas.

Todas estas situaciones dejaron al descubierto muchas debilidades. Algunas muy graves y visibles, pero circunstanciales. Otras, estructurales, pero que pasaban inadvertidas.

Dentro de estas últimas, un detalle que podía considerarse menor, merece un replanteo. En Argentina, como lo indica la página web oficial, los jubilados deben “dar fe de vida periódicamente ante la entidad bancaria o centro de pago”. Es decir: deben demostrar que están vivos, para cobrar su jubilación por medios electrónicos. Así de indignante como suena, cuando se dice con todas las letras. Según el caso, deben presentarse personalmente o hacer una compra con tarjeta, con alguna periodicidad, para que no se los prive de su jubilación. Con motivo del aislamiento por la pandemia y desde hace algunos días, se decidió relevarlos, solo por un tiempo, de esta carga.

Si pasamos por alto aquellas cuestiones de dignidad -hasta de derechos humanos- y el impacto psicológico de andar por la vida demostrando que aún la transitamos, podría pensarse que, en épocas normales, esa “fe de vida” no sería una exigencia tan grave como para preocuparnos. Que no es para tanto.

Pero lo es. Movilizarse y recordar hacerlo es sencillo si somos jóvenes y sanos. Que lo sea, puede llevarnos a subestimar lo difícil que puede resultar para los mayores, a quienes se les exige, además, con una consecuencia grave: un solo olvido, una sola ausencia, implica varios días sin sustento y más trámites. Si pensamos en quienes carecen de movilidad ambulatoria o viven en residencias geriátricas, cumplir exige, a veces, hasta la concurrencia de un escribano o de una ambulancia.

¿Cuál es la alternativa institucional? Simplemente, implementar una comunicación automática de la defunción al sistema de prestaciones, para cancelarlas. Y no exigir ninguna (nuevamente: ninguna) actividad personal a los jubilados.

Cuando lo vemos así, lo que llama la atención es por qué no se hizo hasta ahora. Algunas pistas: por un lado, hasta hace algún tiempo (bastante largo, ya), la tecnología para hacerlo posible era muy costosa. Se requería demasiada mano de obra humana y demasiados papeles. Por otro, cierta mentalidad, que voy a llamar impropiamente fiscalista, que es bastante usual en el Estado -en todas las épocas- suele confundir costo fiscal, lo que cuesta a la caja del Estado, con costo social, es decir, lo que cuesta a cada uno de los miembros de la sociedad, agregado, y no solo en dinero, sino en esfuerzos y en consecuencias desfavorables.

Pero los costos relativos cambian. La tecnología permite automatizar y hace, hoy, muy barato lo que antes era caro. Y pensar que es justificable prescindir de una medida poco costosa para el Estado y que ahorre esfuerzos a ciudadanos especialmente vulnerables, no parece un argumento que pueda defender públicamente ni el más brillante fiscalista.

El modo en que pensamos estas cuestiones, no obstante, suele levantar un obstáculo difícil. Solemos percibir mejor los problemas en los cambios, que los inconvenientes de los estados de cosas. Un tema sumamente estudiado por las ciencias del comportamiento es nuestra tendencia al statu quo. Sabemos que, en general, es relativamente más difícil cambiar, que no hacerlo. Pero esta tendencia se relaciona también con consecuencias más sutiles, como considerar menos grave lo malo de lo que está, de lo que siempre se hizo así, que los riesgos y costos de cambiar. No es solo una cuestión de percepción, de descubrir o soslayar problemas, sino también de evaluarlos. Los investigadores estadounidenses Eidelman y Crandall, por ejemplo, explican que tendemos a equiparar lo que está vigente, con lo que es bueno. Ese modo de ver las cosas cumplió funciones evolutivas favorables para la subsistencia de la especie humana. Pero los tiempos de los cambios sociales y tecnológicos no están ajustados exactamente a esas consideraciones evolutivas.

Durante esta pandemia crecieron exponencialmente en el mundo, además de los contagios, las referencias al efecto “cisne negro”, aunque el padre de la expresión, Nassim Taleb, aclara que esta crisis sanitaria está lejos de serlo. Pero otra consecuencia de catástrofes de estas magnitudes suele ser el efecto que podríamos denominar “el rey está desnudo”: algo que aceptábamos como natural -en aquella historia, que el rey vistiera atuendos lujosos pero invisibles para los tontos-, empieza a parecer absurdo cuando un factor disruptivo nos hace cambiar la perspectiva.

No es menor, sino muy grave, obligar a los mayores a probar que siguen vivos. Es indigno y no se justifica por el costo fiscal y el costo social implicado. Hay maneras más humanas y socialmente más razonables de lidiar con el problema de un potencial fraude. Y la tecnología, hoy, ofrece alternativas baratas y sencillas para hacerlo.

A veces, basta que la realidad, a los golpes, nos cambie la perspectiva, para permitirnos ver los absurdos que, por demasiado tiempo, dejamos subsistir

 

Hugo Acciarri es Director del Programa de Derecho, Economía y Comportamiento, UNS, Bahía Blanca.