Abstract

Behavioral Sciences are relevant to the Law because they have enhanced the comprehension and prediction of human reaction to norms and other interventions. However, they have not yet built a complete model of behavior apt to substitute the one assumed in mainstream economic research. Their contribution may be better seen, so far, as complementary.

“Nudge”, as characterized by Thaler & Sunstein, works as a Weberian “ideal type”. Whether or not a real world intervention deserves to be named nudge is a gradual matter. Naming, nonetheless, is far from being an autonomous factor to justify any intervention.

Real nudging, at least in a relevant sense, is never neutral or absolutely liberty preserving. Hence, justification of real policies and institutions, even properly qualifying as nudges, has to be found in accordance to external criteria. Efficiency goals are a criterion of that kind. In the field of Law, legal reasoning and argumentation are the standard ways to discuss those issues.

In legal argumentation, Alexey’s Weight Formula may give a formal framework to analyze the point. Within that scheme, “ideal” nudges will generally justify, because their relatively limited interference regarding their positive effect. More interestingly, the same framework allows systematically assessing those properties in real interventions. Additionally, behavioral knowledge shows decisive to give value to the variable that captures premises´ reliability in that formula.

The role of behavioral findings is not limited to those segments of legal reasoning though. By means of a few examples, it is shown that they provide deeper (and crucial) insight into problems underlying various stages of legal reasoning.

Hence, issues deserving behavioral consideration may arise in indeterminate matters, many of them included in the core of the legal profession. There is no pattern to predict their location within the process of legal reasoning. That indetermination makes it not possible for jurists to fully outsource the knowledge to solve those problems. Then, it makes some knowledge on the field necessary, even to discover the issues deserving deeper behavioral analysis.

At least the knowledge to build the interface required to interact with experts in that field, then, should helpfully be included in the standard legal education.

Derecho y Análisis del Comportamiento

I. Normas y conducta

El estudio de la relación entre normas jurídicas y conductas humanas muestra algunas particularidades interesantes. No parece razonable asumir que la labor de los juristas desdeñe la influencia de las normas en la acciones de las personas. Al contrario, lo usual es que tanto los juristas prácticos (procuradores, abogados, notarios, jueces, ciertos funcionarios) cuanto los académicos (profesores, investigadores) asuman que aquellas influyen de algún modo relevante en el comportamiento humano. Más aún: el modo en que una norma legal influye en esas acciones suele ser tenido en cuenta sino como un elemento decisivo para valorar la regla, al menos como un factor importante para juzgar su bondad, su preferibilidad frente a otra posibilidad alternativa.

No obstante, durante mucho tiempo, el modo de determinar esa influencia raramente pasó de lo intuitivo, de aquello que es posible inferir a partir del sentido común. Si alguna clase de acciones se consideraba particularmente grave o alarmantemente frecuente, es probable que se aconsejara incrementar las penas. Si un abogado preveía la reticencia de un deudor, probablemente incluyera intereses punitorios elevados en el contrato. Pero la formación jurídica estándar en los países de tradición romanista no contiene estudios sistemáticos que den marco teórico a esa influencia. Para decirlo sintéticamente, no provee un modelo que capte la reacción de la conducta humana frente a la influencia de las normas.

Se suele decir que a mediados del siglo XX se produce el nacimiento del “nuevo” Law & Economics o Análisis Económico del Derecho. El empleo indistinto de ambas denominaciones no procura, aquí, más que hacer una referencia muy general a un modo de aproximación a esta cuestión que adoptó, desde sus inicios, el modelo de decisión racional subyacente en la mainstream economics.[1] No es sencillo caracterizar acabada ni exhaustivamente las propiedades definitorias de esta corriente de ideas -al menos, no es el objetivo de este trabajo-, pero a los fines que me ocupan basta recordar algunos rasgos sencillos del modelo conductual al que adscribe. Parte de asumir agentes caracterizados por una racionalidad más o menos perfecta, en el sentido de consistencia entre medios empleados y fines perseguidos. A partir de allí, estas bases pueden relajarse, para dar paso a diversos grados de imperfección de la información. En relaciones multilaterales, estas imperfecciones pueden afectar a todos los participantes o bien incidir de modo asimétrico, es decir, impactar en alguna clase de agentes de un modo diferente que en otros.

En todos los casos, no obstante, la información es considerada un input particular y definido de la decisión. En general, entendido como un input semántico, en cuanto lo relevante para el proceso de decisión, se asume, es un contendido significativo, más allá de la forma en que se exprese o del vehículo que lo transporte. En este marco, sería equivalente que el comprador de una moto conozca que puede adquirirla en diez cuotas de € 100 o tome conocimiento de que el vendedor pretende diez cuotas de € 1,000 pero efectuará un descuento de € 900 en cada una, por ejemplo, gracias a su natural simpatía. Será igual si se entera por escrito o por mensajes de sonido y por cualquier vía que le lleguen. En ambas posibilidades estaría implicada la misma información relevante.

La información, ese contenido conceptual, ingresa en un procedimiento computacional que sigue reglas definidas y produce un output en función de aquel insumo. Tomando en cuenta restricciones y sobre la base de un conjunto de preferencias que guardan ciertas propiedades, las personas actuarían de un modo consistente con la máxima satisfacción de sus expectativas. Llamaré en adelante “modelo REM” (por rational expectation maximizer) a este modo de estilizar el comportamiento humano propio de la mainstream Economics[2] y del Law & Economics clásico (CL&E).[3]

La irrupción de las Ciencias del Comportamiento produce un cambio radical en este modo de concebir el problema. A diferencia del procedimiento único descripto en el párrafo anterior, observa que las decisiones humanas pueden englobarse en dos clases diferentes (Epstein, 1994; Jacoby, 1996; Kahneman & Frederick, 2002; Kahneman, 2003). Algunas, llamadas “decisiones de Tipo 1” o más cómodamente, según la terminología que ha triunfado, resultantes del “Sistema 1”, se apartan de ese modelo. Al contrario de las que aquel intenta captar, no son producto de ninguna deliberación sistemática, ni emplean toda la información disponible para respetar consistencia con las metas deseadas. Son el resultado de un proceso no consciente que, paradójicamente, es el dominante en términos de cantidad de comportamiento realizado. La propia calificación de “decisiones” es excesiva, al menos para muchas de estas reacciones. Las restantes, usualmente conocidas como productos del “Sistema 2”, se corresponderían -en términos muy generales- con el resultado del proceso que intenta captar y estilizar el Modelo REM. Afortunada o desgraciadamente, son la minoría.

Pero hay una razón para que esto sea así. En el curso de la evolución de la especie humana, se explica, el Sistema 1, aunque más rudimentario e imperfecto, prevaleció por resultar “menos costoso” en términos de consumo de energía (básicamente, de consumo de glucosa, por parte del cerebro). Emplear toda la información disponible y computarla requiere un gran esfuerzo y un correlativo consumo energético. Al contrario, utilizar solo un pequeño subconjunto de toda la información, si bien no garantizará obtener los fines que se persigan en todos los casos, permitirá obtenerlos una cantidad aceptable de veces, con un esfuerzo mucho menos gravoso. Se suele denominar heurísticas a estos procedimientos abreviados. Por otra parte, ni siquiera es sencillo afirmar que los productos del Sistema 2 sean, en todos los casos, “mejores” decisiones. Muchas veces su función es simplemente racionalizar elecciones del Sistema 1. Más aún, las funciones del razonamiento no siempre (y no en cualquier sentido obvio) pueden entenderse como más consistentes con “mejores” decisiones. Se sugiere, por caso, que se puede explicar mejor el rol del razonamiento si se asume que juega una función argumentativa, tendiente a evaluar argumentos a fin de persuadir a otros, más que a buscar la verdad. Y que esa función abastecería la comunicación, imprescindible para el progreso, no ya de los individuos, sino de la especie humana. (Mercier & Sperber, 2011). De ser así, la consistencia entre preferencias individuales elecciones resultantes del Sistema 2, lejos de ser la regla, pasaría a ser la excepción.[4]

La llamada Economía del Comportamiento (“Behavioral Economics”) propone integrar estas ideas al modelo conductual base de los problemas de decisión. Si muchas veces decidimos de un modo diferente al Modelo REM, pero esas desviaciones no son enteramente aleatorias sino que pueden predecirse (al menos probabilísticamente) parece fructífero estudiar las condiciones que influyen en ese resultado. Las desviaciones, en consecuencia, se integran como sesgos respecto de aquellas que resultarían del Modelo REM. Al constituir regularidades, pueden ser objeto de estudio sistemático.

Entre las bases de estas corrientes aparecen dos nociones cruciales. Una, es la idea de nudge que se popularizó enormemente en la última década. Esa palabra inglesa, sin una traducción castellana exactamente equivalente, denota un pequeño llamado de atención que nos alerta para reaccionar de un cierto modo, como cuando nuestro vecino de mesa nos toca suavemente con el codo para advertirnos que es nuestro turno para hablar o cree que se dijo algo que nos interesaría responder. Thaler y Sunstein (2008), dos de los promotores más notables de esta aproximación describen su significado:

“…un nudge, en el sentido en que usaremos el término, es cualquier aspecto de la arquitectura de la decisión que altera el comportamiento de la gente de un modo predecible, sin prohibir ninguna opción ni modificar significativamente sus incentivos económicos. Para contar como un mero nudge, la intervención debe ser sencilla y debe poder evitarse de un modo poco costoso. Los nudges no son mandatos. Poner frutas al nivel de los ojos cuenta como un nudge. Prohibir la comida basura, no…”[5]

La idea de arquitectura de la decisión es una extensión de la arquitectura usual. Al diseñar un centro de compras puede resultar deseable (para quienes lo encargan) que los consumidores caminen bastante frente a los escaparates. Luego, si las escaleras que suben hacia una planta y las que bajan, se sitúan en uno y otro extremo de un sector, es predecible que quien ingrese a ese nivel -sin prohibición ni indicación alguna salvo de la situación de las escaleras- recorra un buen trecho y pase por enfrente de muchas tiendas.

Con el resto de las acciones humana sucede algo similar. El resultado del proceso de decisión o de reacción, es función del entorno. Si ese entorno puede manipularse, podremos predecir que cierta “arquitectura” promoverá ciertas reacciones, es decir, ciertos resultados en el mundo del ser.

Los defensores de estas ideas sostienen, además, que las políticas basadas en nudges son consistentes con un particular paternalismo libertario. Paternalismo, porque fomentan que las decisiones de las personas resulten consistentes con aquello que sería su bienestar o la satisfacción de sus preferencias. Libertario porque, al no tratarse de prohibiciones ni mandatos, ni imponer costos relevantes a una elección diversa, permiten que cada sujeto decida cómo le plazca, sea en el sentido previsto por los diseñadores de las políticas públicas o en uno diverso.

Los casos que comúnmente se presentan para exhibir las implicaciones prácticas de estas ideas apuntan, muchas veces, a la protección del ambiente, de la salud u otros aspectos del bienestar (latamente considerado) de los consumidores o ciudadanos. Estas políticas se han cristalizado en varios países en unidades específicamente orientadas a la producción de estas intervenciones que se suelen nombrar informalmente como “Nudge Units”. El primer caso fue la creación del Behavioural Insights Team británico, establecido como agencia estatal en 2010 y parcialmente privatizado en 2014.[6] En los Estados Unidos, el presidente Barack Obama creo una dependencia de esa clase en 2015, a la vez que instó a todas las agencias federales a aplicar estos instrumentos y a evaluar su impacto.

Los ejemplos usuales de políticas públicas influidas por estas ideas suelen apuntar en muchos casos, al Derecho de la Seguridad Social y a la regulación administrativa. En el campo del primero, son clásicas las discusiones sobre las opciones por defecto en planes de retiro o de salud en los Estados Unidos. Entre las segundas, se cuentan experiencias particularmente interesantes en cuanto a las opciones por defecto de fuentes de electricidad consideradas “verdes” por sobre las “grises”, como combustibles fósiles o energía nuclear (Sunstein & Reish, 2016), casos privados de reducción del consumo de combustible en aviación (Gosnell, List & Metcalfe, 2016). En la lucha contra la pobreza, algunas iniciativas muy conocidas han logrado incrementos en los niveles de vacunación de niños (el reconocido trabajo de Banerjee, Duflo, Glennerster, Kothari, 2010) y de consumo efectivo de agua potable, (Kremer, Ahuja & Peterson-Zwane, 2010) con el consiguiente aumento de ingresos y nivel de vida de comunidades muy pobres.

II. El estudio del comportamiento y el derecho privado

Por fuera de los campos de aplicación más llamativos resulta particularmente interesante estudiar el impacto de estas ideas en el Derecho Privado o en regulaciones que inciden en relaciones de Derecho Privado. Utilizaré tres ejemplos sencillos para mostrar la influencia de las aquellas ideas respecto de la interpretación y aplicación de normas que no necesariamente fueron diseñadas teniendo tales ideas en mente. Dos de ellos, del Derecho argentino y uno, del estadounidense.

A. El deber de prevención

El nuevo Código Civil y Comercial argentino, de 2014,[7] dispone:

ARTICULO 1710.- Deber de prevención del daño. Toda persona tiene el deber, en cuanto de ella dependa, de:

a) evitar causar un daño no justificado;

b) adoptar, de buena fe y conforme a las circunstancias, las medidas razonables para evitar que se produzca un daño, o disminuir su magnitud; si tales medidas evitan o disminuyen la magnitud de un daño del cual un tercero sería responsable, tiene derecho a que éste le reembolse el valor de los gastos en que incurrió, conforme a las reglas del enriquecimiento sin causa;

c) no agravar el daño, si ya se produjo.

Quienes diseñaron la norma tuvieron como objetivo -declarado- enfatizar la prevención y priorizarla por sobre la reparación en sectores de lo que suele denominarse daños irreparables o masivos.

En lo que aquí interesa, se trata de una redacción amplia que instituye más bien un principio que una regla de alcance preciso y determinado. La argumentación acerca de su interpretación, en consecuencia, definirá su alcance en los casos individuales. A esos fines, una intuición sencilla aconsejaría tender a la amplitud: si más personas tienen el deber de prevenir -puede pensarse-, se incrementarán las chances de que alguien lo haga y se cumpla el objetivo previsto.

Ese razonamiento, no obstante, no es tan correcto como podría parecer. Desde el punto de vista del CL&E hay argumentos para desafiarlo. Si la contracara del incumplimiento de ese deber es el nacimiento del deber de reparar, si muchas personas tuvieran a su cargo una indemnización y cada una pudiera obtener de las restantes el reembolso de lo que pagó en exceso por sobre su parte, lo que en definitiva terminaría asumiendo cada una sería muy poco. A mayor cantidad de responsables, menor sería la carga económica final de la indemnización. Y si no existiera la posibilidad de reembolso, el costo esperado de no actuar sería igualmente escaso, simplemente porque la probabilidad de ser condenado y efectivamente, pagar, sería muy pequeña. Tomarse la molestia y asumir el costo de prevenir, no sería razonable.

Pero las Ciencias del Comportamiento agregan un argumento diferente.

En 1964, en su departamento de Queens, Nueva York, Catherine Susan Genovese fue asesinada a puñaladas. Se dijo que los vecinos, aunque oyeron sus pedidos de auxilio, no reaccionaron. Sea verdad o no que fue así, este suceso sirvió de disparador para que algunos investigadores en el campo de la Psicología Social (Darley & Latané, 1968) estudiaran lo que pasó a llamarse el bystander effect o Genovese effect. La conclusión fue que nuestro sentido de la responsabilidad se debilita cuando creemos que otros se encuentran en la misma situación, para prestar ayuda o prevenir un peligro. De hecho, resulta asombrosamente escasa la proporción de personas que salen en auxilio de una tercera, cuando hay otras que también podrían ayudarla. Se trata de un sesgo del comportamiento con muy sólida evidencia experimental y parece importante tenerlo presente al momento de diseñar políticas públicas. Por estas razones, no parece efectivo extender un deber de esta clase a demasiadas personas.

Ambos argumentos, aunque no dan consecuencias idénticas, muestran un amplio campo de coincidencia.

Si están en lo correcto -y en contra de la intuición- el efecto preventivo de una aplicación demasiado extensiva e indiferenciada de la norma no sería lo más adecuado. Lo deseable, parece, es que la ley promueva que prevengan quienes pueden hacerlo más eficientemente. Es razonable que los fabricantes de autos prevengan los vicios que los hagan impropiamente peligrosos, pero también lo es que los conductores eviten que se ponga a prueba el funcionamiento de las air bags. Que unos produzcan correctamente y que otros conduzcan con cuidado, no que los primeros prevengan los riesgos de la conducción irresponsable, o que los segundos deban verificar si su auto está bien construido y mucho menos que los peatones deban hacer guardia para advertir a los conductores sobre los peligros de colisiones más o menos inminentes.

Pero el Código Civil no es la instancia más adecuada para discernir quién debe prevenir y quién no, en cada una de las situaciones posibles. Parece más razonable pensar que son los jueces, sobre la base de unas pocas directivas generales, quienes están en mejor posición para construir un catálogo refinado de responsables, en cada género de casos que les toque sentenciar. Como en otros ámbitos, la división del trabajo tiene un rol importante y consecuencias en el bienestar de la sociedad.

De ser así, la argumentación terminará definiendo el alcance de la regla. Los relaciones expuestas y sus derivaciones, tienen parte en ese proceso.

B. La expresión del razonamiento cuantitativo mediante fórmulas

El Código Civil Argentino vigente entre 1871 y 2015, como todos los de su generación, contenía una norma muy general en cuanto al modo de cuantificar indemnizaciones por incapacidad sobrevenida.

Art. 1086. Si el delito fuere por heridas u ofensas físicas, la indemnización consistirá en el pago de todos los gastos de curación y convalecencia del ofendido, y de todas las ganancias que éste dejó de hacer hasta el día de su completo restablecimiento.

El criterio subyacente es que en el caso de incapacidad temporaria, el daño patrimonial debe indemnizarse sobre la base de lo que suele denominarse “capital humano”. Es decir, por el equivalente al “precio” de esa capacidad perdida, que se puede inferir en las ganancias que, potencialmente, podrían haberse obtenido al desplegarla.

Si se observa el artículo en cuestión ni siquiera preveía el caso de la incapacidad definitiva. No obstante de su interpretación conjunta con otras normas se entendía que el criterio debía ser el mismo.

El nuevo Código Civil y Comercial de 2014, en vigencia desde 2015, contiene una norma muy diferente.

Art. 1746.- Indemnización por lesiones o incapacidad física o psíquica. En caso de lesiones o incapacidad permanente, física o psíquica, total o parcial, la indemnización debe ser evaluada mediante la determinación de un capital, de tal modo que sus rentas cubran la disminución de la aptitud del damnificado para realizar actividades productivas o económicamente valorables, y que se agote al término del plazo en que razonablemente pudo continuar realizando tales actividades. Se presumen los gastos médicos, farmacéuticos y por transporte que resultan razonables en función de la índole de las lesiones o la incapacidad. En el supuesto de incapacidad permanente se debe indemnizar el daño aunque el damnificado continúe ejerciendo una tarea remunerada. Esta indemnización procede aun cuando otra persona deba prestar alimentos al damnificado.

Con independencia de toda valoración y análisis de este artículo, lo que aquí interesa remarcar es la peculiar función de nudge del diseño de la nueva norma, a la hora de la determinación de una indemnización.

El ordenamiento argentino no incluye un baremo sino que, a la manera de la mayoría de las jurisdicciones norteamericanas, deja a la discrecionalidad judicial cuantificar la suma de dinero correspondiente a ese capital humano perdido como consecuencia del hecho dañoso. Durante la vigencia de la antigua norma se consolidaron dos posiciones jurisprudenciales. Algunos jueces (la mayoría), estampaban una suma única, a continuación de ciertas enunciaciones. En general, se invocaba haber considerado la edad, la profesión, el grado de incapacidad, el tipo de lesión, etc., de la víctima pero sin aclarar -si ello efectivamente hubiera sido así- de qué manera habría incidido cada factor en la determinación cuantitativa. Otra tendencia, minoritaria, utilizaba fórmulas de valor presente, con algunas variaciones.

Para lo que aquí concierne, los jueces que imponían una suma única sin hacer explícito el procedimiento de determinación, en realidad apelaban a casos análogos y a alguna interpolación ad hoc, usualmente sin decirlo. Quienes recurrían a fórmulas, al contrario, se ponían en el trance de indicar qué suma de dinero consideraban equivalente a esas manifestaciones de capacidad futura definitivamente perdidas (para simplificar, pero muy inexactamente, que ingresos futuros asumían), cuántos períodos consideraban que dicha capacidad hubiera subsistido, qué tasa de descuento entendían aplicable y algunas otras precisiones adicionales (variaciones en tales ingresos, peculiaridades del cómputo de intereses, etc.).

La norma derogada, aisladamente considerada, parecía dejar margen para ambas posibilidades. La nueva, en cambio, muestra un grado de precisión muy diferente, al prescribir un procedimiento para determinar el valor presente de rentas futuras no perpetuas. Orienta, en consecuencia, hacia ese procedimiento pautado, explícito y sistemático que exponen las fórmulas que calculan valores presentes.

Por muchas razones, esta última parece la opción socialmente preferible, entre las que están en juego. El CL&E diría que es mejor exponer el procedimiento de decisión judicial de modo detallado y transparente para facilitar el debate, la crítica y así, a través de pasos sucesivos, mejorar la decisión. Un modo particular de eficiencia dinámica basado en la reducción de costos (de “ruido”) derivada de una mayor información acerca los términos de la discusión y de la competencia de argumentos. Un jurista tradicional podría decir que actuar así cumple mejor las exigencias republicanas de fundamentación de las sentencias. Que las decisiones de los funcionarios, incluidos los jueces, deben valer no únicamente por la posición de la persona que las emite, sino por la calidad de sus argumentos.

La Economía del Comportamiento agregaría un argumento propio: la necesidad de exponer el razonamiento mediante una fórmula, comprenderla y dar valor a sus variables, modifica la arquitectura de la decisión de los jueces. Exige pensar el problema en secciones. Impone decidir, no de un plumazo tosco, sino para cada uno de los factores, qué ha quedado acreditado, cómo jugaron las cargas probatorias, qué puede estimarse y en cuánto puede valorarse.[8]

En otras palabras, promueve un modo particular de activación del Sistema 2 del decisor. Un modo más exigente (y por cierto, costoso en términos de energía) pero que se justifica por la importancia de la decisión implicada. En términos de costo social resulta dispendioso insumir demasiado esfuerzo en decisiones que, de fallar, acarreen escaso coste. Pero también lo es invertir insuficiente esfuerzo en decisiones cuyo error es potencialmente muy costoso. Este es el caso.

C. La regulación de un contrato mercantil: el contrato de tarjeta de crédito

A comienzo de 2017 se llevaron a cabo algunas vistas ante la Suprema Corte de los Estados Unidos en el caso Expressions Hair Design v. Schneiderman.[9] El punto en disputa es el alcance de la regulación del contrato entre comerciantes y las empresas administradoras de tarjetas de crédito. Al menos una de esas interpretaciones pareciera indicar que no está prohibido a los comerciantes hacer un descuento a quien pague con efectivo, pero sí lo está imponer un recargo al pago con tarjeta. En la práctica, pareciera que los “descuentos” por pago en efectivo, en Nueva York, son bastante usuales. Que hacerlos, no trae problemas prácticos para los comerciantes. Pero que las autoridades y empresas emisoras de tarjetas suelen reaccionar si, al contrario, las diferencias se expresan como recargos.

En el proceso, en particular, el argumento principal de los comerciantes que se rebelan contra esa prohibición (y que les da base para llegar a esa instancia suprema), es que no se trata exclusivamente de un problema de dinero. Alegan que está implicada la libertad de expresión, protegida por la Primera Enmienda a la Constitución Norteamericana. Argumentan que se viola ese derecho fundamental si se les impide decir que una cosa vale tantos dólares en efectivo y que, si el pago es con tarjeta, costará algunos más. Y decirlo del modo que quieran y que más convenga a sus intereses. No parece necesario explicar que los comerciantes consideran que, al menos, a veces, les es más conveniente cobrar en efectivo menos dinero, que más (nominalmente) con tarjeta.

Un economista tradicional encontraría el problema en sí un poco disparatado. Recargar un dólar por una compra que hubiera costado diez con cash, o descontarlo por pagar en efectivo lo que hubiera costado once con tarjeta, es exactamente lo mismo en términos de riqueza del consumidor y del comerciante, diría. Si está prohibido hacer diferencias, expresar el precio de un modo u otro no debería generar consecuencias legales distintas. Al menos, si hablamos de personas racionales. Pero la Economía del Comportamiento entiende que las personas reales no decidimos exactamente así. Al contrario el marco en que encuadremos el problema nos llevará a decidir de un modo o de otro. La evolución de nuestra especie, por caso, hizo que triunfara una tendencia a rechazar fuertemente lo que percibimos como una pérdida. Simplificando mucho, podríamos decir que un sesgo de aversión a las pérdidas (aquí, expresadas en el recargo) genera una motivación más fuerte que el deseo de obtener una ganancia (el descuento) del mismo valor. Richard Thaler (1980), mucho tiempo atrás había experimentado sobre el tema, precisamente con diferencias entre precios de venta con tarjeta y con efectivo.

La novedad es que la cuestión no quedó en el mundo académico. Al contrario, está dando un argumento directo para resolver un caso importante ante un tribunal de máxima jerarquía. En ese proceso, Todd Rogers, profesor de Harvard, presentó a en calidad de amicus curiae un trabajo experimental en el que, puestas a decidir 820 personas sobre la alternativa “descuento por pago en efectivo” o “recargo por pago con tarjeta”, concluyó que este último modo de expresarlo hace que más compradores se resistan a usar tarjeta, aunque la diferencia sea pecuniariamente idéntica. Si esto es efectivamente así, exponer la situación como un descuento o como un recargo, no sería una formalidad, ni prohibir una de esas variantes, un detalle menor.

En la vereda opuesta Todd Zywicki, profesor de George Mason, aportó un estudio contrapuesto en por idéntica vía que el anterior. Se basa, por una parte, en la amplitud de los alcances de la teoría, que deja margen para justificar conclusiones diferentes. También, en datos empíricos, como los obtenidos a partir del levantamiento de la prohibición de cobrar un plus por el uso de tarjetas en Holanda y en una experiencia de la empresa IKEA, que dan conclusiones opuestas. Cuando critica el experimento de Rogers por ejemplo, cambia el eje de la discusión. Asume que lo más frecuente es llevar poco dinero en billetes. Y en consecuencia, a diferencia de lo que se planteó a los participantes del experimento, la decisión relevante sería, en general, comprar con tarjeta o no comprar. De ser así, los efectos de la aversión a las pérdidas no se verificarían del modo en que sugiere aquel estudio de laboratorio.

A la fecha de estas líneas el caso no está resuelto.

III.      Los fundamentos del estudio del comportamiento

Sobre la base de los párrafos anteriores, me dispongo a discutir algunos aspectos básicos y particularmente relevantes. Aún si asumimos que las Ciencias del Comportamiento tienen algún mérito en cuanto al descubrimiento de factores relevantes para el estudio de la conducta humana, resta establecer qué papel jugarían sus conclusiones en el mundo del Derecho en general y, del Derecho Privado en particular. Para contribuir a responder esa pregunta transitaré por algunos pasos sencillos.

A. La dimensión técnica: ajustes vs. sustitución de modelos

La teoría geocéntrica, en su versión vigente a fines del Siglo XVI había incorporado una enorme cantidad de ajustes que captaban las observaciones conocidas y servían para predecir la posición futura de los cuerpos celestes. Claro está, el costo de tales ajustes, en términos de sencillez y elegancia del modelo, era alto. Para explicar el movimiento de algunos astros se debía recurrir a epiciclos, órbitas epitrocoides, movimientos prógrados y retrógrados, etc. La acumulación de conocimiento empírico, en definitiva, complicaba el modelo Ptolemaico hasta niveles difíciles de manejar. El advenimiento de Copérnico y el modelo heliocéntrico que sustituyó al precedente logró una marcada ganancia en simplicidad: podía predecir lo mismo con un conjunto de fundamentos teóricos más reducidos.

Así como la comunis opinio medieval daba por sentado que el modelo geocéntrico era verdadero hoy sería sencillo relevar que el sentido común asume que el verdadero es el modelo el helicéntrico. No obstante, si nos concentramos únicamente en las afirmaciones “el sol gira alrededor de la tierra” y “la tierra gira alrededor del sol”, ninguna es en sí absolutamente verdadera o falsa, sino que ambas son puntos de partidas teóricos, válidos en un contexto de igual naturaleza. De hecho, los modelos relativistas vigentes pueden explicar el rango de fenómenos implicados desde uno u otro punto de partida indistintamente (Einstein, 1938, 1966).[10]

Algunos entienden que estas mismas cuestiones se reproducen en la confrontación entre el Modelo REM y las propuestas de la Economía del Comportamiento (Ulen, 2014). El ataque extremo argumenta que los sesgos, al igual que las anomalías del modelo geocéntrico más simple, son desviaciones respecto de un modelo perimido y que debe considerase sustituido por uno nuevo y diferente. Este argumento, no obstante se enfrenta a la escasa generalidad de la Economía del Comportamiento. Sus propuestas, más que un modelo completo, identifican un gran conjunto de descubrimientos puntuales, sin una generalidad comparable al modelo respecto del cual divergen.

“Generalidad”, en este contexto, no significa exactitud ni mayor poder predictivo. Un marco teórico que estableciera “todos los seres humanos deciden según lo que indique (tal o cual) horóscopo” podría considerase muy general y seguramente sería muy mal predictor. Por supuesto, la generalidad misma no es una propiedad sencilla en cuanto a su definición ni menos aún, fácil de ser medida. Pero se pueden establecer algunos consensos razonables a su respecto.

En el caso de la Economía del Comportamiento parece difícil encontrar, no ya una ley, sino un pequeño conjunto de reglas que pueda predecir un rango suficientemente amplio de instancias de comportamiento. A la fecha una fuente popular como Wikipedia lista una cantidad difícilmente manejable de sesgos cognitivos.[11] En el Modelo REM, una sola hipótesis central cumplía la función de regla general y otorgaba sencillez a sus bases teóricas. Esa generalidad y elegancia, por cierto, no implica necesariamente -como en el ficticio y ligero ejemplo precedente del horóscopo- un correlativo poder predictivo inferior ni superior.

El debate podría concentrarse, entonces, en la utilidad práctica. La pregunta relevante en este punto es si, los objetivos prácticos a los que apunta el Derecho (sean cuales fueran) serían mejor abastecidos por una teoría del comportamiento que sustituya el Modelo REM, o más aún, si es necesaria una revolución científica tal, como condición necesaria de mejora (nuevamente, dejando indefinido qué sea tal mejora).

Sostendré, en lo que sigue, la respuesta negativa a esa pregunta.

B. La dimensión ética: paternalismo libertario, nudging y neutralidad

A la crítica que objeta que diseñar una cierta arquitectura de la decisión, constituiría una manipulación, Thaler y Sunstein responden que siempre existe una “arquitectura” -mejor dicho, un contexto-, en cuyo marco se decide. Y por lo tanto, es mejor que ese contexto oriente a decisiones que favorezcan objetivos valiosos, que otras posibilidades alternativas. Además -alegan- nudging, por definición, implica la posibilidad de decidir en otro sentido, por lo cual toda objeción ética quedaría cubierta.

La literatura sobre este debate es ya extensa e interesante. En realidad abarca no una sino un conjunto amplio de cuestiones. De todas esas me concentraré sólo en algunas particularmente relevantes para el objetivo de estas líneas.

Hansen y Jaspersen (2013) sugieren que la discusión ética está condicionada a una más precisa definición del concepto nudge. Que, a diferencia del argumento defensivo de Thaler y Sunstein, no es correcto decir que los ataques anti-nudge asuman un non-starter, un punto de partida de éxito imposible, por el hecho de que siempre existe un contexto que influye en la decisión. Aunque esto último es verdad, la opción deliberada por uno y no otro contexto, compromete la responsabilidad de los decisores públicos que recurren al nudging.

Por otra parte, tampoco es enteramente correcto afirmar, como lo hacen Thaler y Sunstein, que el Paternalismo Libertario, guiado por el Principio de Publicidad de Rawls (1971) sea suficiente para preservar la libertad y por tanto inobjetable para el libertarianismo. Pretenden que la transparencia, basada en este principio, entendida como la disposición a revelar y discutir públicamente esas intervenciones, les otorgaría adecuada legitimidad.

Hansen y Jaspersen no se conforman con esa defensa y distinguen clases de nudges respecto de los cuales las objeciones éticas serían diferentes. Por un lado, habría nudges que influencian comportamientos resultantes del Sistema 1 y otros, que inciden en decisiones provenientes del Sistema 2. Desde un punto de vista diferente, algunos serian transparentes y otros, no transparentes. Resumen en un cuadro estas propiedades y proveen algunos ejemplos. Representan la combinación de tales categorías en el siguiente cuadro.

imagen-1

Esta categorización comprende una toma de posición sobre la agencia humana. Aquello que llamamos “decidir” y “actuar”, como actividad atribuible a un agente humano, sería propio del Sistema 2. Los resultados del Sistema 1, aunque constituyan comportamiento, serían algo diferente a una genuina decisión. Algo mucho más parecido a una mera reacción, a los actos reflejos e involuntarios en general, no en el sentido de “contrarios a la voluntad” sino “no deliberados”.

IV. El comportamiento, el Derecho y las libertades

Es sencillo intuir que las nociones precedentes guardan alguna relación relevante con el área de interés de los juristas. No obstante, es menos obvio precisar esa sospecha. A continuación procuraré sugerir algunas pistas.

A. La dimensión técnica: el comportamiento importa

Para los juristas tradicionales, como lo insinué, las conductas resultantes de las normas o de sus interpretaciones son relevantes. El problema básico a su respecto no es un desinterés por esas implicaciones, sino una carencia de formación sistemática para analizarlas. Cuando los juristas de formación clásica procuran predecir qué conductas promueven o restringen las normas, no lo hacen en base a una teoría sistemática, sino más bien sobre la base de instituciones o de aserciones de sentido común. La educación usual de los licenciados en Derecho provee buenos elementos para argumentar sistemáticamente sobre la relación entre normas, sobre su prelación, su validez, sobre algunas técnicas de interpretación, etc., pero poco sobre la relación entre ese mundo del deber ser que aquellas conforman y el mundo del ser en el cual se inscriben los comportamientos humanos y las consecuencias de su agregación.

El CL&E vino a llenar ese vacío. Su éxito en los países del Civil Law ha sido diverso y fragmentario (Alfaro-Águila Real, 2007), pero es indudable que se trata de un campo del conocimiento que intenta llenar ese hueco teórico.  En otras palabras, que procura dar una respuesta al problema de la reacción frente a las normas, en un cierto entorno de restricciones y lo hace mediante el empleo de la teoría conductual de la mainstream economics.

De acuerdo a la discusión precedente, las conclusiones de las Ciencias del Comportamiento pueden verse, alternativamente, como un desafío o un complemento de aquel modelo. La clave para la primera posibilidad es la aludida escasa generalidad de aquellas. Y aquí interesa si esa carencia de generalidad es un obstáculo para su empleo en el Derecho.

No parece que sea así.

El ordenamiento jurídico es un mosaico diverso y cada sector capta clases de conductas bastante acotadas. Con ciertas salvedades, el diseño y aplicación de diversas instituciones puede evolucionar con relativa independencia del resto del sistema.

Luego, puede intuirse sencillamente que los juristas pueden beneficiarse, de modo relevante, a partir de desarrollos de la acotada generalidad. Pero esta afirmación requiere más precisiones.

B. La dimensión ética: nudging no es neutral, ni autojustificable. Pero es útil.

La preocupación de Hansen y Jaspersen por perseguir un alto grado de precisión en la definición de nudge, como condición para juzgar sus propiedades éticas parece excesiva. El modo en que lo resuelven es valioso, pero insuficiente.

Basta con observar los casos de intervenciones que Thaler y Sunstein (2008) emplean para ejemplificar sus propuestas -una especie de definición ostensiva- para advertir que en muchos casos contienen prohibiciones, en otros, modifican incentivos y por tanto se apartan de la caracterización explícita de nudge de la que parten.

Como ejemplo de lo primero incluyen dentro del capítulo “Una docena de nudges” cierto tipo de intervención respecto del uso de casco por los motociclistas. Para los libertarios -sostienen- imponer el deber legal de usar casco es cuestionable. Una posibilidad alternativa, entonces (“nudge-like”) es requerir a quienes decidan no utilizar casco una licencia especial, para la cual se exigiría un curso adicional de conducción y la prueba de la contratación de un seguro.[12]

Este ejemplo contiene varias y evidentes prohibiciones (como la de circular sin la licencia especial), cargas (la de contratar seguro y pasar el curso especial para obtener la licencia) y costos que alteran incentivos (los derivados de las sanciones al incumplimiento de aquellos, en el sentido del CL&E -sanciones como precios, tendientes a la general deterrence-). Las indicaciones y advertencias que Sunstein (2014) explícitamente incluye entre los nudges gubernamentales[13] claramente contienen mandatos (y de cumplimiento costoso, en algunos casos) dirigidos hacia las firmas productoras o vendedoras de los productos (cigarrillos, artefactos eléctricos, comestibles).

En definitiva, no es necesaria una definición demasiado precisa para comprender que la pureza de la definición no se reproduce en los ejemplos empíricos. Hay aquí varios problemas que la literatura suele tratar con alguna ligereza.

1- Para comenzar, es claro que, emplear las enseñanzas de las Ciencias del Comportamiento no es igual a seguir una política de nudging. Intervenciones tradicionales como mandatos, prohibiciones y modificación de incentivos, también pueden tomar en cuenta aquellas lecciones y ganar en efectividad.

2- La idea de nudge, tal cual está caracterizada en términos conceptuales, parece más bien un tipo ideal en el sentido de Weber (1905, 2003). Los objetos ideales, tanto en las ciencias sociales, cuanto en otras disciplinas, no son objetos existentes en la naturaleza ni en la sociedad. El “triángulo” dibujado en un pizarrón, no es un triángulo, en aquel sentido.

Lo mismo puede decirse de algunos conceptos económicos usuales como “bienes públicos”. Los acostumbrados ejemplos empíricos concretos de esa idea, como la luz del faro o la defensa nacional, no reúnen exactamente los caracteres definitorios de su tipo ideal. La congestión determinada por una cantidad enorme de navíos haría quedar a uno, en el margen, por detrás de la línea del horizonte y excluido de la señal luminosa. La cantidad y dispersión de la población de un país podría hacer que no todos gocen de la defensa ante agresiones exteriores. Esta discordancia hace que algunos autores pretendan calificar a algunos bienes como “mixtos” porque participan solo parcialmente de los caracteres de la definición y buscar instancias reales más puras.

Es preferible en cambio asumir, sencillamente, que los objetos reales y los ideales son de tipos diferentes. Así como el triángulo que dibujamos no está formado por segmentos de líneas rectas, las intervenciones en el mundo real a las que llamamos “nudges” no contienen en puridad las propiedades de la definición. Pero la definición nos orienta a ver en ellas una aproximación razonable a la idea patrón. Esto es lo usual en el mundo del Derecho y las políticas públicas. Las instituciones típicamente asociadas a la general deterrence incluyen componentes de specific deterrence y también se da la inversa (Calabresi, 1970). Las repúblicas reales no suelen seguir exactamente los caracteres de la república ideal. No parece fructífero buscar puridad en el mundo real en estas cuestiones, sino más bien emplear las nociones teóricas para capturar lo relevante de los instrumentos empíricos. Y hacerlo con conciencia de ello.

Las intervenciones del mundo real que llamamos nudge, en este sentido, contienen caracteres relevantes de los descriptos en el tipo ideal, en alguna medida que alcanza a un umbral de merecimiento. Tienen rasgos novedosos, diferentes de otros instrumentos jurídicos usuales, aunque estén contaminadas por propiedades características de los instrumentos clásicos (mandatos, sanciones, etc.). Cuándo una intervención sea merecedora o no de ser considerada nudge, de acuerdo a lo expuesto, será más bien una cuestión gradual y continua, que discreta.

3- Tanto sus defensores, cuanto sus detractores, a veces exigen demasiado a esta clase de instrumentos. Las pretensiones de sus defensores tienden a exagerar su neutralidad y preservación de la libertad, como virtud, y las de sus críticos, a negar que sean absolutas, como defecto.

Supongamos que se descubre un nuevo medicamento destinado a tratar una enfermedad que solo viniera respondiendo, modestamente, a drogas costosas y con enormes efectos adversos. Si los productores y vendedores de la nueva medicina afirmaran que la novedad carece completamente de efectos colaterales indeseables y es casi gratuita, bastaría encontrar mínimas contraindicaciones o que su precio fuera algo más que nulo, para refutarlos, aunque el medicamento tuviera efectos positivos formidables y un costo moderado. Algo así pareciera suceder con estas políticas, sus defensores y sus atacantes.

Es verdad, como sostienen Hansen y Jaspersen, que el debate sobre las políticas de nudging, en los términos en que se ha planteado, implica concepciones diferentes sobre la agencia humana. Pero además, involucra concepciones alternativas sobre la idea misma de derechos y libertades. Solemos usar esas palabras para referimos a cosas bastante diferentes. A veces aludimos meramente al status deóntico de una conducta (“está permitido andar en una calle peatonal”). Otras, exigimos que exista una alta probabilidad de que el titular de un derecho realice la conducta permitida para decir que tiene el derecho de cumplirla o la libertad jurídica de seguirla (o que la tiene “realmente”). Esta distinción se vincula a la noción de libertad real (Van Parijs, 1997) que se ha popularizado para sostener posiciones políticas como por ejemplo el ingreso básico universal.

No obstante, el aspecto que aquí me interesa no es político, sino conceptual. La primera concepción de derechos que emplee es puramente deóntica (toma en cuenta únicamente el status de permitido, prohibido u obligatorio de una conducta), mientras que la segunda comporta un ingrediente fáctico, probabilista. Esa distinción hace que, aunque tenga el derecho o la libertad de cruzar el océano Atlántico a nado, difícilmente pueda sostener que tengo -en el caso personal- la libertad real de hacerlo, esto es, una posibilidad de lograrlo asociada a alguna probabilidad suficientemente alta de hacerlo.

Si tenemos en mira únicamente aquellas intervenciones que permiten (jurídicamente) obrar en sentido contrario (normas por defecto, revelación de información, advertencias, etc.) es claro que no afectan el status deóntico preexistente de esas acciones. En este sentido asiste razón a Thaler-Sunstein. No obstante, en cuanto, por definición, todo nudge incrementa la probabilidad de que efectivamente se siga un curso de acción y disminuye la probabilidad de que se actúe en otro sentido, sí afecta la libertad en sentido de libertad real. En este entendimiento, los críticos estarían en lo correcto al negar la neutralidad de la intervención en el caso de nudges que afectan al Sistema 1 (transparentes o no transparentes) y los no-transparentes que impactan en el Sistema 2. Pero las intervenciones transparentes que inciden en el Sistema 2 también estarían signadas por esa restricción a la libertad real, tal como ha quedado caracterizada, dado que modifican (por definición) las probabilidades de cursos de acción alternativos.

Este planteo, apenas algo más refinado, puede servir para aclarar algunos desencuentros. Parece bastante sencillo concluir que las políticas de nudging no son tan neutrales como pretenden sus defensores, si pensamos en todas las dimensiones importantes. Las intervenciones reales, además, no son nudges “puros” (tipos ideales de nudge), pero las llamamos así cuando contienen, en un grado relevante, las características definitorias. Para llegar a esta conclusión basta apreciar los ejemplos empíricos de nudges, no afinar la definición del tipo ideal. Para decidir si Italia o Venezuela son repúblicas o no lo son, observaremos si los sistemas empíricos implicados tienen lo suficiente del tipo ideal “república” que tomemos como patrón, y lo propio parece razonable hacer con los nudges en cada caso.

En cuanto a la preservación de la libertad tampoco puede decirse que revistan una neutralidad ideal. No la tienen en términos tan absolutos, en general, los nudges reales, simplemente porque no son nudges-tipo ideal y normalmente contienen ingredientes de mandatos y prohibiciones que sí afectan el status deóntico de ciertas conductas, aunque en una medida menor que los instrumentos tradicionales. Y en relación con la libertad real no presentan esa neutralidad absoluta, en ninguna de sus sub-categorizaciones.

Tampoco parece justo, no obstante, pedirles tanto. No resulta razonable requerirles propiedades tan absolutas para concederles legitimidad.

4- El problema de la justificación o legitimidad de una nueva norma o institución no tiene nada de particular para el mundo del Derecho. No resulta demasiado relevante advertir que muchas políticas de nudging pasan una línea, en cuanto no son completamente neutrales ni preservan completamente la libertad del comportamiento. Los instrumentos jurídicos tradicionales traspasan esa frontera sin miramientos; el Derecho es un gran generador de restricciones a la libertad, justificadas o no, ya sea para ampliar otras libertades o para perseguir otros objetivos, incluido el objetivo de eficiencia. Eso no es, en consecuencia, una objeción especialmente relevante para estas intervenciones. El tradicional reclamo liberal de que toda restricción a la libertad debe ser justificada, no obstante, sigue vigente para las políticas de nudging.

Y aquí, los nudges tienen virtudes muy interesantes.

Su ventaja no es que no interfieran en absoluto en la libertad, sino que se trata de instrumentos que guardarían una relación entre interferencia y efectividad para la consecución de ciertos objetivos, que les daría justificación. No porque su costo, en términos de interferencia, sea nulo, sino porque lo justificaría su beneficio.

V. La Teoría del Comportamiento y la argumentación jurídica

En los párrafos que siguen intentaré explorar el rol, en el Derecho, de las enseñanzas de las Ciencias del Comportamiento. Lo más frecuente es asignarle funciones valiosas en la reforma legal y en ciertos campos específicos. Aquí, al contrario, procuraré comenzar con su función en la argumentación jurídica en general. Los tres casos traídos a colación en la segunda sección van en esa línea y volveré sobre ellos para ejemplificar algunas afirmaciones.

En este aspecto cabe observar una diferencia notable entre el Modelo REM y los descubrimientos de las Ciencias del Comportamiento (que, como lo adelanté, no parecen concretarse en un modelo que lo sustituya). Mientras que el primero tiene un componente de prescriptivo, los segundos carecen generalmente de ese ingrediente. El Modelo REM pretende describir de algún modo lo que ocurre, pero también identifica las condiciones para que un comportamiento se considere racional. Y esa racionalidad no es neutral, sino que tenderá hacia una situación que se asume positiva para el agente. Decidir de acuerdo al modelo lo llevará a actuar de modo consistente con sus preferencias.

Las regularidades que describen las Ciencias del Comportamiento, en cambio, nada dicen sobre que el comportamiento en un cierto sentido tenga algo de positivo o negativo para el agente. Las acciones del Sistema 1 son menos costosas en términos de energía que las del Sistema 2, pero concluir que una acción puede explicarse por el primero no nos dice nada, en sí, sobre el saldo final, en términos de bienestar del agente. Estas diferencias hacen interesante, para el Derecho, la complementariedad por sobre la sustitución (si fuera posible) de modelos. Y permiten, consecuentemente, un rango interesante de posibilidades de argumentación.

Sólo para ejemplificar y sin agotar la cuestión, tomaré como punto de partida el marco conceptual de Alexy para los juicios de ponderación.

A. La Fórmula del Peso

Recordemos la conocida fórmula del peso (compleja) de Alexy. Se trata de establecer, frente a un cierto estado de cosas, si una intervención que interfiere con algún principio, puede justificarse.

La diferencia fundamental de este modo de pensar respecto de la visión simplista de un ranking de principios es que no juega aquí solo el valor abstracto, sino el “peso” resultante de ese valor conjugado con qué proporción de ese peso comprometa la interferencia concreta que nos ocupa. Si el criterio de decisión fuera un ranking de principios abstractos con cierta jerarquía, bastaría demostrar que una cierta medida afecta a un principio de jerarquía superior a aquel cuya afectación pretende aliviar, para considerarla justificada. Argumentando por el absurdo, si situamos el principio “protección de la vida” por caso, en la máxima jerarquía, bastaría invocarlo para prohibir la circulación de coches, ya que esa intervención (la prohibición) afectaría a otros principios (la libertad de empresa, etc.) pero se trataría en todos los casos, de principios de jerarquía inferior a la protección de la vida, que deberían por lo tanto ceder. Por supuesto, no se razona de este modo en la academia ni en la Justicia. Alexy, luego, procura formalizar lo que entiende sería el razonamiento que pondera principios y afectaciones proporcionales.

Su “fórmula del peso” (“weight formula”) es la que sigue:

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Sobre esta base,

  • En primer lugar, exploraré el rol de las Ciencias del Comportamiento en la determinación de la confiabilidad de las premisas.
  • Luego, mostraré como juegan, en el contexto de la fórmula del peso, las ventajas de las políticas de nudging. A su vez, sugeriré que precisamente el razonamiento que capta aquella fórmula, ayuda a comprender cuándo una concreta intervención es aceptable y cuándo no lo es.

B. Las ciencias del Comportamiento y la confiabilidad de las premisas de un razonamiento jurídico sobre el balance de principios e interferencias

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Supongamos, por ejemplo, que el principio inicialmente afectado fuera algo así como la protección de los derechos económicos de los consumidores y el problema en mira es un modo de presentar diferentes alternativas de financiación[14] por parte de las empresas que, por explotación de algún sesgo, hacen que los consumidores aparten su comportamiento del racional y se perjudiquen. La medida consistente en permitir, sin más, esa acción afectaría al principio de protección de los intereses de los consumidores.

Supongamos también que entendemos que, decidir una intervención estatal que obligue a informar de otro modo interfiere con el principio de libertad de empresa y que la discusión versa sobre la legitimidad (por ejemplo, por constitucionalidad o inconstitucionalidad) de esa hipotética medida regulatoria.

Una medida así podría ser calificada, claramente, de nudging. Sería un nudge empírico, no uno ideal. Intentaría modificar la arquitectura de la decisión, modificaría la libertad real implicada (probabilidad de una u otra acción) y conllevaría ingredientes tradicionales. No prohibiría ninguna alternativa de financiación pero obligaría a informar los detalles de la financiación de un cierto modo (y prohibiría omitirlo).

La cuestión clave, aquí, será el rol de las conclusiones de la Ciencia del Comportamiento en la variable . Es evidente, en primer lugar, que hay algunas cuestiones relevantes a decidir sobre las premisas. En primer lugar:

  • ¿Se aparta la decisión que efectivamente adoptaron los consumidores de la decisión racional?
  • Si esto es así ¿En qué medida?

Para responder ambas preguntas basta el auxilio de la mainstream economics y sus instrumentos usuales (básicamente, Econometría y recurso estadísticos estándar). Pero para a partir de ahí, el auxilio de las Ciencias del Comportamiento es útil. Si no se hubiera advertido comportamiento “irracional”, la cuestión debería concluir en ese punto. Pero si se hubiera verificado, quedaría por preguntar.

  • ¿Es esa desviación atribuible al modo de presentar la información (y puede ser corregido si se presenta de otro modo, i. e., del modo en que lo decide la medida gubernamental) en cuestión?

La tentación más inmediata es pensar que la respuesta a esta pregunta es meramente un problema estadístico. Que basta buscar un umbral de significatividad de los últimos factores (presentación de la información), respecto del primero (decisión de los consumidores) y para hacerlo será suficiente relevar casos en los cuales la información se presentó de un modo y de otro.

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No obstante, ese sería un modo un poco primitivo de ver la cuestión. Son conocidas las objeciones vigentes al abuso y desintrepretación, la significatividad estadística, la función del p-value y de otros tests de significatividad. En casos como este, precisamente, no resulta adecuado emplearlo de aquella manera (ASA, 2016).[15]

Luego, pueden intentarse aproximaciones estadísticas más refinadas. Un candidato intuitivo podría ser el test de causalidad de Granger. Pero tampoco este procedimiento puede dar la última palabra sobre el rol causal de un factor (en nuestro caso el modo de exponer la información) respecto otro (la desviación de la decisión de los consumidores), con aislación del resto del mundo (Wasserstein & Lazar, 2016).

La directiva más sana, en este aspecto, es utilizar los mejores recursos estadísticos posibles pero en concordancia con una teoría previa y subyacente a la exploración empírica, que justifique sus resultados (Greenland et al, 2016).

Para responder a las dos primeras preguntas de las tres anteriores, se puede asumir que el marco teórico del Modelo REM cumple esa función. En cuanto a la tercera, los aportes teóricos de las Ciencias del Comportamiento juegan ese papel. Quizás no todo lo acabadamente que quisiéramos, pero si mejor que la mera conjetura, la opinión subjetiva o que el sentido común. O la carencia absoluta de teoría detrás de la observación empírica cruda.

Es sencillo advertir que, estilizada, la estructura del debate en Expressions Hair Design v. Schneiderman, sobre la posibilidad de presentar de uno u otro modo las diferencias de precio por pagos con tarjeta de crédito, transcurre por carriles que se acercan a este esquema.

C. Las políticas de nudging y el peso relativo de las interferencias

El esquema anterior capta y puede mostrar sencillamente como las interferencias generadas por las políticas de nudging las hace, en general, más fácilmente justificables que las medidas tradicionales (mandatos, prohibiciones). Que esto es así, sin requerir tanto como neutralidad o no interferencia.

Si volvemos a la fórmula del peso,

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No es lo mismo, a este respecto obligar a proveer la información de un cierto modo y lograr un 40% de disminución de alguna desviación considerada disvaliosa (“error” en la elección de los consumidores, por ejemplo) que prohibir la actividad para evitar esa posibilidad en 100%, pero con todos sus efectos colaterales.

Estas mismas relaciones que explican la justificación general de las políticas de nudgning, sirven para evaluar y diferenciar intervenciones concretas aceptables e intervenciones inaceptables. Cuando la conjugación (producto) de la interferencia y el peso abstracto del principio, alcanza un resultado (relativamente) bajo, por comparación con la mejora, estaremos en el primer caso. En la situación inversa, en el contrario. Si el nudge en cuestión efectivamente interfiere poco y mejora bastante, se justificará por los mismos mecanismos que se justifican las intervenciones tradicionales. La ventaja de estos instrumentos, no es que no interfieran, sino que interfieren relativamente poco. Si lo hacen o no en la instancia que nos interese juzgar, será una materia de argumentación y decisión ordinaria.

El esquema de razonamiento formal que tomé prestado de Alexy puede ser cuestionado (y de hecho, lo es) en cuanto a que sea una acabada representación del proceso de razonamiento judicial plausible. No obstante, capta algunos rasgos importantes del razonamiento jurídico. Los aspectos que sugerí no están ligados más que a esos rasgos generales y pueden extenderse, por ello, otros esquemas de la misma clase.[16]

D. Las Ciencias del Comportamiento en otras fases del razonamiento jurídico

La relación entre las enseñanzas de las Ciencias del Comportamiento y la argumentación no se agota en los aspectos anteriores. Los restantes ejemplos que utilicé en la segunda sección sirven para mostrar otras de esas funciones.

a.- En el caso del deber de prevención (su interpretación amplia o restringida) aquellas enseñanzas más que contribuir a valorar la confiabilidad de las premisas en un juicio concreto de ponderación, o juzgar el peso de la interferencia concreta, aconsejan un modo general de interpretar la norma. No exclusivamente, sino en conjunción con otros argumentos, sugieren preferir una lectura restringida a una indeterminadamente amplia, en cuanto a quiénes tienen el deber jurídico de prevenir. No introducen, tampoco, un nudge sino que proveen las bases para predecir la reacción humana frente a alternativas excluyentes y contribuyen a elegir la interpretación preferible de una norma sobre la base de criterios externos confluyentes. Uno, es la intención del legislador. Otro, la eficiencia asignativa, en términos de Kador-Hicks.

b.- Sí introduce un nudge muy particular el artículo 1746 del nuevo Código Civil y Comercial argentino. Su destinatario primario es el juez, no la partes. Para determinar indemnizaciones por incapacidad sobrevenida orienta, primero a decidir y exponer el razonamiento mediante el uso de fórmulas de valor presente, más bien que por el recurso tosco de estampar una cantidad, solo aparentemente fundada. Y al operar así, incide en el modo de analizar el problema. El resultado de esta opción es predeciblemente mejor que su alternativa. El efecto de la determinación del juez, por su parte, termina incidiendo en el mensaje (incentivos, valor simbólico) que proyecta hacia los agentes y, esperable aunque indirectamente, influyendo en sus deberes de prevención. El análisis a la luz de las teorías del comportamiento contribuyen a afirmar que el contexto argumentativo que provee el nuevo texto es en sí mejor que su precedente. También, que interpretarlo como una novedad que difiere de aquel (en el sentido apuntado), es mejor que lo contrario. Todo ello, por criterios externos, asimilables a los anteriores.

VI. ¿Efecto dominó? Las Ciencias del Comportamiento, la educación jurídica y el diseño normativo

Si consentimos en que las enseñanzas de las Ciencias del Comportamiento tienen relevancia en la argumentación, pareciera sencillo concluir que, por una especie de obvio efecto dominó, también la tienen en la educación jurídica y en el diseño normativo. La conclusión parece desprenderse inmediatamente: lo que es relevante para interpretar y aplicar las normas debe ser conocido por quienes van a interpretarlas y aplicarlas. Y si algo es relevante para interpretar y aplicar, también debería serlo para diseñar las normas.

Estas afirmaciones, sin embargo, deben someterse a un escrutinio más agudo.

Que -adelanto- superan.

A. Las Ciencias del Comportamiento en la educación jurídica

La primera réplica a aquella conclusión intuitiva sería que no todo lo que es útil a los juristas puede integrarse a la educación jurídica. Es útil hablar inglés, conducir automóviles y manejar algunos softwares, pero en el poco tiempo que un estudiante pasa en la universidad no es posible incluir todos esos conocimientos. Por otro lado, en el Derecho es usual deferir algunos temas a expertos de otras disciplinas. Los peritos judiciales son el ejemplo más usual de esa “tercerización” del conocimiento.

Comenzaré por esto último. El caso de los peritos es precisamente un problema en el que pueden verse adecuadas e inadecuadas tercerizaciones. Un caso particularmente llamativo de estas últimas se da en asuntos como el que sigue. En ciertos ordenamientos jurídicos se asume que la teoría de la causalidad por daños es una construcción normativa que difiere de la teoría causal de sentido común y de las que emplean otras disciplinas. En otras palabras, que la aplicación de esa “teoría” eminentemente jurídica, da por resultado enlazar, como causa y consecuencia hechos individuales diferentes de los que relacionarían otras disciplinas, y viceversa. Esto se enseña así a los estudiantes y se asume en la academia. Pero a veces, en la litigación, se cuestiona a peritos (por caso, médicos o ingenieros) si el hecho A debe ser considerado causa de hecho B o no debe serlo. La conclusión es que los expertos contestarán sobre la base de los criterios causales de su disciplina que -por definición- pueden dar por resultado vínculos diferentes de los que requeriría identificar el Derecho. Este caso, visible y nada infrecuente, es un ejemplo de tercerización inadecuada (Acciarri, 2009).

Esto no significa que sea aconsejable prescindir de las opiniones de los expertos y enseñar medicina, ingeniería, etc. a los estudiantes de Derecho. El auxilio de las ciencias es razonablemente imprescindible, pero lo relevante es aquello que en computación se conoce como interfaz: la transición de un conocimiento a otro. En el caso, los conocimientos que permitan aprovechar la expertise de terceros.

En el caso de los peritos se requiere saber lo suficiente para definir y acotar los datos que se requieran a aquellos. Preguntar a un médico por ejemplo, la probabilidad de que, del empleo de una droga D, se siga el efecto M y la probabilidad de que el paciente P, según los estudios histológicos o de otra naturaleza, haya consumido esa droga. Si la teoría jurídico-causal exige esos datos como insumos, una vez obtenidos (y junto con otros) se podrá decir que la ingesta de la droga D es la causante (o no) de la muerte de P. Esta conclusión final, será una determinación jurídica.

La diferencia entre conclusiones periciales y la contribución de las Ciencias del Comportamiento es que, cuestiones en los cuales estas últimas resultan relevantes, pueden aparecer en instancias indeterminadas del razonamiento judicial. Como intenté mostrar en los ejemplos de la segunda sección y su discusión en la quinta, aquellas enseñanzas inciden en cuestiones que impregnan aspectos indeterminados. Esa indeterminación hace, precisamente, que no pueda confiarse en someter algún tramo preciso y previamente discernible de ese proceso a expertos y resolver de ese modo la cuestión.

No es este el sitio para desarrollarlo, pero lo expuesto es un corolario de un problema mucho más general que es la posibilidad de outsourcing cognitivo. Suele pensarse que no es necesario conocer sino que basta en todos los casos con recurrir a fuentes externas de conocimiento. Aunque no son estrictamente la causa, la informática y en especial, Internet, han potenciado la ilusión de que el conocimiento propio y la posibilidad rápida de acceder a fuentes externas son equivalentes.[17] Existe a la fecha una importante literatura al respecto. La conclusión más plausible es que hay componentes graduales en el problema y que, en síntesis, no resulta adecuado tercerizar (pensar que puede ser confiado a terceros) el conocimiento incluido en el núcleo duro de una disciplina y que, para relacionarse con otras, debe ponerse énfasis en esa interfaz y no confiar en puramente en la velocidad de búsqueda. En lo que nos ocupa, la localización difusa e indeterminada de las cuestiones en las que las Ciencias del Comportamiento tienen parte relevante, da una pauta de su vinculación con el core de la preocupación jurídica y de su importancia. Y la necesidad, consiguiente, de perfeccionar la interfaz que permita advertir la necesidad del recurso a aquellas y la posibilidad de interpretar sus conclusiones.

B. Las Ciencias del Comportamiento en el diseño normativo

Aunque las bases de la discusión precedente permiten sugerir que las Ciencias del Comportamiento importan, no existe unanimidad sobre el mejor modo de institucionalizar su aporte al diseño de normas y políticas públicas (Sunstein, 2014).

En la instancia de diseño normativo y armonización legislativa (Gómez Pomar, 2008) las unidades de estudio de impacto legislativo pueden (y deseablemente, deberían) combinar expertos en esa área y juristas. Para que esa combinación no sea un mero agregado ineficaz, es importante que los juristas posean la interfaz, el conocimiento necesario para interactuar razonablemente con aquellos.

Menos evidente es la conveniencia de institucionalizar una BIT o “Nudge Unit” o varias especializadas (radialmente coordinadas, independientes, etc.) o incorporar estos aportes a las agencias existentes. Seguramente, una respuesta única sería contraria a las propias enseñanzas tanto de la Teoría del Comportamiento, cuanto del CL& E tradicional. La estructura de costos de transacción implicada y ciertos detalles significativos del funcionamiento de las agencias existentes inciden obviamente en la respuesta.

VII. -Algunas conclusiones (sumamente) provisionales

Los hechos son importantes para los juristas. Por eso, los estudios de las Ciencias del Comportamiento son relevantes para su área de interés y sus objetivos. Sencillamente porque introducen aportaciones clave para comprender y predecir la reacción humana -su decisión, o más ampliamente, su comportamiento- frente a las normas y políticas públicas.

No parece posible afirmar que, a la fecha, exista un modelo de comportamiento proveniente de las Ciencias del Comportamiento que pueda sustituir al modelo de la Economía convencional con idéntica generalidad y poder predictivo relativo, es decir, posibilidad de predicción sobre la base de la información requerida para hacerlo. Esto no significa ni que el Modelo REM sea insuperable, ni que las conclusiones de aquella sean irrelevantes, sino que asumir la complementación, en este estado de cosas, es más adecuado que pensar en sustitución. Refuerza esta conclusión el ingrediente de prescriptividad del Modelo REM que no está incluido en muchos de los descubrimientos de las Ciencias del Comportamiento. Mientras que el primero asume que es “bueno” para el agente comportarse racionalmente, los últimos muchas veces se limitan a describir probabilidades de curso de acción y su variación en función de la variación del contexto sin pretender dar razones autónomas para justificar que esas variaciones sean buenas o malas. Al contrario, cuando ingresan -según lo usual, colateralmente- a este aspecto, en general juzgan la bondad de dichas variaciones para el agente, sobre la base del modelo REM. En otras palabras, la idea de sesgo comporta un apartamiento del curso racional de acción, con todas las implicancias -también, normativas- que ello implica.

Las políticas de nudging son las beneficiarias centrales de las conclusiones de las Ciencias del Comportamiento. No obstante, no toda política que explícitamente adopte esas enseñanzas puede calificarse de nudge: al menos no, según la caracterización ya clásica de esa idea efectuada por Thaler & Sunstein (2008). El lenguaje, no obstante, es vago y dinámico y es probable que la calificación de nudge pueda extenderse muy por fuera de esa caracterización, hasta alcanzar a todo uso deliberado de aquellas enseñanzas.

Precisamente esas características del lenguaje hacen que no resulte relevante -el menos, a la mayoría de los fines- el estudio del alcance semántico del término. La subcategorización de nudges para juzgar sus propiedades éticas, al menos a la manera que proponen Hansen & Jespersen, puede contribuir, pero no es suficiente para esa finalidad. Parece más fructífero entender que “nudge”, al igual que “triángulo”, “bienes públicos” o “contrato” son tipos ideales, en el sentido de Weber y que las instancias reales que llamamos así participan en alguna medida de las categorías definitorias de aquellas, pero suelen contener ingredientes diferenciales. Los triángulos que dibujamos están formados por algo mucho más grueso que “líneas”, los bienes públicos reales no carecen tan absolutamente de la posibilidad de exclusión ni de la rivalidad y los contratos reales pueden incluir ingredientes diversos y extraños a su tipo.

Si asumimos esas características insuperables de las políticas e instituciones reales parece más adecuado evaluar, en cada instancia concreta que sea menester hacerlo, sus restricciones y propiedades éticas, del mismo modo que lo hacemos con las políticas e instituciones tradicionales. Los procedimientos usuales para hacerlo, desde el campo del Derecho son la argumentación y el razonamiento jurídico.

El modelo propuesto por Alexy es útil para estudiar el rol de las Ciencias del Comportamiento en la argumentación jurídica. En particular, puede estudiarse en el marco de su Fórmula del Peso. En ese contexto, las Ciencias del Comportamiento resultan un auxiliar indispensable para establecer vinculaciones causales entre ciertas modificaciones del contexto de la decisión y consiguientes apartamientos de la opción racional. Analizar estas desviaciones requiere usualmente de estudio estadístico, pero la verosimilitud de las premisas no puede corroborarse por pura verificación estadística, sino que ésta requiere un marco teórico que integre razonablemente sus conclusiones. Los aportes teóricos de las Ciencias del Comportamiento cumplen esa función.

El mismo modelo de razonamiento sirve para evaluar cuándo una instancia real de nudging resulta justificada según el balance de razones que pondera. Ese modelo muestra muy sencillamente que nudges ideales resultarán siempre aceptables, si asumimos que se trata de intervenciones eficaces en la modificación de conductas (reorientadas hacia fines “buenos” para sus agentes) con relativamente escasa interferencia en otros principios. Pero, lo que es más importante a fines operativos, permite evaluar explícitamente si las intervenciones reales presentan o no esas propiedades deseables del nudge ideal. Ese problema, como adelanté, no se resuelve del mejor modo subcategorizando nudges ideales sino más bien requiere analizar intervenciones reales.

Los ejemplos incluidos en la sección segunda, y discutidos en la quinta, intentan mostrar algo adicional. Aunque es posible analizar, incluso formalmente, las aportaciones de las Ciencias del Comportamiento en algunas instancias del razonamiento jurídico (y en particular, judicial) su rol no se agota a esas instancias, sino que pueden aflorar en indeterminadas fases de ese proceso.

Esa indeterminación y su particular vinculación con aspectos centrales a la preocupación de los juristas, hacen que sea inexcusable para ellos contar con la interfaz necesaria para advertir la presencia y relevancia de esas cuestiones y poder interactuar razonablemente con expertos de esa área.

En cuanto a la institucionalización, los modelos a aplicar no son únicos sino que dependen de características idiosincrásicas de los sistemas a los que se integren. La única posibilidad que parece inaceptable es la completa desconsideración de estas enseñanzas.

Hugo Acciarri


Bibliografía

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Notas

[1] Discutimos algunas cuestiones estratégicas acerca de la denominación en Cooter & Acciarri (2012).

[2] Seguramente quedan aspectos relevantes fuera de esa caracterización, que podría considerarse algo injusta. No obstante tampoco tiene límites claro lo que debamos entender como mainstream economics ni es obvio cuál sería la caracterización de un modelo conductual que capte con precisión las asunciones de esa línea de pensamiento. Sencillamente, porque poco tiene de lineal: se trata de más bien de un agregado dinámico de ideas, algunas, integrantes del “core” de la disciplina y otras, con grados de aceptación variables. Cuando se confronta la Economía del Comportamiento con aquellas ideas dominantes, no se suele considerar necesario siquiera mostrar los puntos claves de estas últimas. Thaler y Sunstein (2008), por ejemplo, adoptan la idea de darlo por sabido y sólo ejemplificar, cuando lo consideran necesario, como se comportaría un “econ” (un agente que siga el modelo conductual de la mainstream economics) por oposición a un “human” (un humano real que, a su entender, es lo que describe el modelo de la Economía del Comportamiento.

[3] Tampoco me ocuparé aquí de la cuestión referente a si vale la pena usar una nueva denominación para Law & Economics que incluya conocimiento provenientes de las Ciencias del Comportamiento o si, por haber ingresado las ideas de la Teoría del Comportamiento a la Economía, no se requiere tanto.

[4] Esta afirmación concita demasiadas aclaraciones que excederían los propósitos de estas líneas, que se agotan en dar una mera noticia de la cuestión que sirva para avanzar en la fundamentación de lo que sigue. Pero se pueden dar algunas pistas. Si las preferencias individuales son endógenas a la evolución y pro-sociales, habría posibilidades amplias de consistencia local entre aquello que favorece el progreso o subsistencia de la especie y dichas preferencias (no es este el sitio para tratar el tema ni revisar la literatura; como asequible introducción a la cuestión, vale la nota de Alfaro Águila-Real, 2016, sobre la obra de Bowles). Por ejemplo, se encuentra que el razonamiento más que buscar la verdad, en muchos casos procura reafirmar o exponer la “identidad” de quien razona, entendida como su identificación como integrante de un grupo (al respecto, Kahan, 2015). Si esta finalidad se cumple, paradójicamente, el razonamiento no habría incrementado la probabilidad de encontrar una decisión “correcta” en sentido de verdad, pero sí una “correcta” en sentido de bienestar, de utilidad, de satisfacción de alguna profunda e implícita preferencia.

Si el curso de la evolución determinara que el saldo neto de satisfacción e insatisfacción de preferencias individuales sea positivo, esa tendencia podría interpretarse como un resultado positivo en términos de Kaldor-Hicks. Si está implicado el bienestar de generaciones futuras, el tradicional problema del Lockean proviso se hace presente. Todas estas cuestiones aún requieren una exploración más profunda y una definición conceptual más precisa.

[5]A nudge, as we will use the term, is any aspect of the choice architecture that alters people’s behavior in a predictable way without forbidding any options or significantly changing their economic incentives. To count as a mere nudge, the intervention must be easy and cheap to avoid. Nudges are not mandates. Putting fruit at eye level counts as a nudge. Banning junk food does not...” (Thaler & Sunstein, 2008)

[6] Hoy funciona como una mutual joint venture.

[7] http://servicios.infoleg.gob.ar/infolegInternet/anexos/235000-239999/235975/texact.htm

[8] “…Poor performance in standard reasoning tasks is explained by the lack of argumentative context. When the same problems are placed in a proper argumentative setting, people turn out to be skilled arguers. Skilled arguers, however, are not after the truth but after arguments supporting their views…” (Kahan, 2015). Lo interesante en estos casos es que, aunque cada uno de los contendientes (partes, jueces inferiores, superiores, etc.) no busque la verdad, sino su propio interés -el proceso judicial es el caso paradigmático y explícito-, el resultado de la contrastación es superior a su alternativa, incluso en términos de verdad.

[9] http://www.scotusblog.com/case-files/cases/expressions-hair-design-v-schneiderman/

[10]The two sentences, ‘the sun is at rest and the Earth moves’,, or  ‘the sun moves and the Earth is at rest’, would simply mean two different conventions concerning two different CS. Could we build a real relativistic physics valid in all CS; a physics in which there would be no place for absolute, but only for relative, motion? This is indeed possible!» Einstein, Albert (1938). The Evolution of Physics (1966 ed.). New York: Simon & Schuster. p. 212. ISBN 0-671-20156-5.

[11] https://en.wikipedia.org/wiki/List_of_cognitive_biases

[12] Nudge, p. 232.

[13] “..In government, nudges include graphic warnings for cigarettes; labels for energy efficiency or fuel economy; “nutrition facts” panels on food; the “Food Plate,”…”

[14] Existe abundante literatura experimental y empírica en general sobre el problema de elección entre contratos de financiación. Al respecto, para un período anterior a la crisis de 2008, ver Agarwal et al (2006), con conclusiones que se apartan la asunción lisa y llana de que los consumidores erran sistemáticamente en estas elecciones, y la literatura que reseña.

[15] “…Scientific conclusions and business or policy decisions should not be based only on whether a p-value passes a specific threshold…” (American Statistical Association, “Statement On Statistical Significance And P-Values”, 2016)

[16] Ver, respecto de estas cuestiones Moreso (2008) y Atienza (2010).

[17] Trata de modo particularmente ameno el asunto en una documentada columna de divulgación Herritt, Robert, «Hard to Believe,» The New Atlantis, Number 48, Winter 2016, pp. 79–89. http://www.thenewatlantis.com/publications/hard-to-believe)